domingo, 14 de agosto de 2016


La turisteada









…pálidos, destrozados, como después de una noche de batalla.
Dino Buzzati: “El pasillo del gran hotel”
Es su costumbre y también su secreto: aguardar a los turistas que llegan en el último tren de la capital y unirse a ellos como si fuera una turista más. Como casi todos los viernes, Amalia se sentó en una de las mesas de la cafetería del andén, frente a las vías por las que llegan y parten los trenes de largo recorrido. Llevaba un sombrero azul de ala ancha y un poco caída, gafas de cristal oscuro sobre la frente, una blusa blanca que le cubría el culo, pantalón vaquero y sandalias fucsia con plataforma; una maleta de viaje rosa que había dejado bajo la mesa completaba. Pidió una coca-cola light y luego sacó del bolso un mapa de la ciudad bastante raido ya. De vez en cuando echaba rápidas miradas al reloj del andén y al de pulsera que lucía en su muñeca derecha (el orden era cambiante y, además, irrelevante) como si quisiera comprobar la sincronía de ambos aparatos, como si eso fuera importante.
A medida que las manecillas que marcan las horas (la del reloj del andén y la del suyo de pulsera, bien sincronizados entonces) se aproximaban al seis sentía como crecía su impaciencia. Lo cierto es que ya no podía permanecer quieta. Hasta que por fin, por la amplia curva que enfila hacia el andén, vio aparecer el puntiagudo morro del tren. Y el corazón de Amalia se aceleró por la emoción. Una vez más.
Cuando los primeros turistas se aproximaron a la escalera mecánica que lleva al hall de la estación, abandonaría (como siempre) la cafetería dispuesta, ella también, a descubrir la ciudad, la fuente de la plaza que se abre frente a la estación y la estatua del fundador que la preside, el moderno rascacielos que despunta a lo lejos, los edificios decimonónicos de la avenida financiera, el bulevar que desciende hacia el puente de hierro que sobrevuela el río… Pues la ciudad, entonces, no sería la misma, y para conocerla tendría que interrogarla, y tú árbol, fuente, estatua, río, puente, ¿qué eres, qué significas, qué ocultas?, y en cada respuesta, la ciudad le revelaría sus maravillas.
Y se levantó, y se encaminó hacia las escaleras mecánicas haciendo rodar tras de sí la maleta, y descendió los dos tramos de esa escalera, y cruzó el hall de la estación, y ya estaba a punto de salir al exterior donde la ciudad aguardaba para transfigurarse en prodigio de fantasía, cuando ocurrió un hecho inesperado.
Una de las mujeres (era casi una niña) del grupo que le precedía se había girado y clavando una sonrisa en el rostro de Amalia dijo: Hola, ¿es tu primera visita a la ciudad? Amalia parpadeo, sonrío, se pasó la mano por la mejilla derecha (buscaba ganar tiempo). Por fin respondió. Sí, dijo. Para nosotras también es la primera vez; parece que la ciudad ha cambiado mucho, que ahora rezuma vida y diversión. Aunque Amalia no abrió la boca, su sonrisa alimentaba la conversación. ¿De dónde vienes? De la capital. Nosotras venimos de más lejos, somos del sur. Silencio. Pero no. La muchacha le dijo su nombre y le ha preguntó el suyo y, en un momento, cogiéndola del brazo, se lo repetía a sus amigas y fue como si la muchacha hubiera lanzado una piedra en el centro del grupo, y las miradas, las sonrisas y los nombres fueran el oleaje que agitaba sus aguas. Amalia, confusa y asustada, salió a la plaza con el grupo (la fuente y la estatua guardaron silencio, pues nadie les preguntó nada).
¿Dónde te alojas? Un breve carraspeo, la mano que retira el mechón de pelo que rebasa el borde del sombrero y el tímido mohín fueron sus artimañas para ganar tiempo de nuevo. En el gran hotel (es de los pocos nombres de hotel que Amalia conocía y que aún conoce) ¿Y donde se encuentra tu hotel? Junto al río, en los antiguos muelles. ¡Vaya, qué casualidad!; nosotras nos hospedamos por esa misma zona. Si quieres podemos acercarte; la furgoneta de la agencia nos espera en el aparcamiento de la estación. No supo qué responder y, sin saber porqué, asintió. Muchas gracias, dijo.
El gran hotel, repitió el conductor con un tono que presagiaba alguna pregunta que tal vez Amalia no sabría responder. Por eso Amalia, acercando el rostro a la ventanilla (viajaba en los asientos de atrás, al lado de su joven amiga) dijo, mirar, mirar el puente de ese famoso arquitecto…, ¿cómo se llama? El chofer dijo su nombre y, tal y como Amalia había previsto, el foco de atención se trasladó al siempre apasionante tema de la nueva arquitectura (que dicho sea de paso conforma esos espacios urbanos ubicuos y uniformes que contribuyen a hacer de este mundo un lugar más reconocible y plano).
La furgoneta llegó a la altura del gran hotel y se detuvo junto a la puerta en la que había un importante revuelo de gente que entraba y salía, o que simplemente charlaba y fumaba. Ya hemos llegado, dijo el conductor, y acto seguido descendió (también Amalia salió del vehículo), abrió el maletero y le entregó su maleta al tiempo que le lanzaba una mirada en la que pervive en brillo de una pregunta sin responder. ¿Dónde demonios vas, tía?, decía ese brillo. La amiga de Amalia asomó el rostro por la ventanilla. Menudo ambiente hay en tu hotel, qué guay, exclamó. Igual nos vemos mañana, a lo mejor en el museo de arte moderno, añadió. Sí, ojala. Bueno, adiós y muchas gracias, dijo Amalia. Nos vemos, exclamó la muchacha al tiempo que levantaba su mano y la agitaba de arriba abajo en señal de despedida. Y la furgoneta desapareció calle adelante. Y allí se quedó Amalia, en la puerta del gran hotel, con su disfraz de turista.
***
El sol iba ya muy vencido, el río y sus reflejos perfilaban la distancia (el viento se alimentaba de ella). Amalia se preguntaba donde podría quedar la parada de autobús más cercana para regresar al centro, cuando la gente de alrededor comenzó a arremolinarse y, en un instante, se encontró frente a un pelotón de fotógrafos de gatillo fácil que no tardaron en disparar sus artilugios (aunque entonces ella no lo sabía, al día siguiente aparecería expuesta junto al resto de piezas cobradas en las páginas de ecos de sociedad del diario local de mayor tirada). Entonces el pelotón de fotógrafos, propulsado por una fuerza invisible e irresistible, se abalanzó hacia la puerta del hotel llevándose consigo a Amalia que no pudo eludir su trayectoria. Y así, sin comerlo ni beberlo, Amalia, con su maleta, se vio en el hall del hotel que había sido transformado para acoger el coctel de bienvenida al icCT2015 – International Conference Of Creative Thinking, tal y como rezaba el cartel que colgaba a media altura sobre el mostrador de la recepción.
El hall al que Amalia había sido arrojada estaba repleto de corrillos que se habían ido formando de manera más o menos espontánea aunque no del todo consistente, pues no cesaban de producirse continuos intercambios de efectivos entre ellos (estos corrillos formarían una especie de sopa primordial que estaría destinada a propiciar el desarrollo de alguna idea más o menos creativa o, al menos, de algún tipo de relación interpersonal capaz de engendrarlas en el futuro).
Amalia vagaba por el hall aturdida por los acontecimientos y por el alboroto de las conversaciones, las risas y las exclamaciones que explotaban a su alrededor. Se sentía como si hubiera sido trasportada en una nave a otro planeta o como si aún estuviera en el interior de ese artefacto espacial. E inmune a la fuerza centrípeta que emanaba de cada uno de los corrillos, se dejaba llevar por la energía que recorría sus intersticios y que los hacía girar hacia el lado de la puerta por la que no cesaban de salir bandejas repletas de canapés y bebidas.
A pesar de haber gente muy diversa (junto a las personas que vestían de manera más o menos formal estaban quienes lucían ropa deportiva, y otras que no desentonarían en cualquier manifestación popular, incluyendo las competiciones de deporte rural propias del país), Amalia sentía que no encajaba en aquel lugar, que allí no pintaba nada, y comenzó a imaginar que era descubierta, señalada como impostora y, finalmente, expulsada de allí, cuestión de tiempo se decía. Y como tenía hambre y algo tenía que hacer para aliviarse de esos negros pensamientos, cada vez que tenía ocasión alargaba el brazo, cogía un canapé y lo hacía desaparecer de un único y limpio bocado (en eso, desde luego, no desentonaba del resto de asistentes al coctel).
De pronto, un joven surgió de uno de los corrillos, tropezó con la maleta de Amalia, trastabilló y finalmente se llevó por delante a un camarero que llevaba una bandeja repleta de bebidas. El estruendo fue ensordecedor, y más ensordecedor aún fue el silencio que le siguió, pues todas las conversaciones se interrumpieron a la vez. Afortunadamente las aguas primordiales fueron, poco a poco, volviendo a su cauce y el hall recuperó su condición de obrador al servicio de la inteligencia y la innovación.
El único rescoldo del incidente, más allá del escuadrón de limpieza desplegado para eliminar sus consecuencias, lo constituían Amalia y el joven que había tropezado con su maleta, pues no dejaban de intercambian disculpas al considerarse, cada uno por su lado, causantes del estropicio. Cuando por fin dieron por zanjada la cuestión, en vez de seguir cada cual por su lado, se mantuvieron, frente a frente, observándose mutuamente. Pues Amalia tenía ante sí a un muchacho barbilampiño, con un apretado moño coronando su cabeza y un atuendo imposible; desde luego, pensó, si fuera mi hijo para salir de casa tendría que pasar por encima de mi cadáver, eso seguro. Por su parte el estrafalario joven estaba entusiasmado con lo que veía: una mujer de edad madura representando el papel más original de todos los que había visto hasta el momento, una autentica y minimalista performance, un desafío en toda regla a cualquier convención, incluida la suya. Estás genial, le dijo el joven a Amalia; desde luego rompes con todo. Y aunque Amalia no podía entender el sentido de esas palabras y hasta llegó a sospechar que reía de ella las agradeció: Gracias, dijo. Y entonces el joven se presentó: Me llamo Marc, dijo, soy animador sociocultural. Yo me llamo Amalia y soy una turista.
Y como si quisiera ratificar esa afirmación, Amalia se despidió y dirigió sus pasos (entonces firmes y bastante rectilíneos, dado el número y continuo bamboleo de los corrillos que hubo de sortear) hacia la recepción del hotel. Cuando alcanzó el mostrador buscó con la mirada la del joven que estaba al otro lado y, cuando la encontró, dijo: Perdone, tengo una reserva; me llamo Amalia Rodríguez. Y la mirada del joven se tiño entonces con un brillo similar al que Amalia había descubierto en la del conductor de la furgoneta. ¿Una reserva dice usted?, dijo el joven recepcionista extrañado, un momento por favor. Y se sentó frente al ordenador, movió el ratón y tecleó los datos que el programa le solicitaba y, por fin, dijo: Señora, no consta ninguna reserva a su nombre. Y, acto seguido, inquirió: ¿Es usted ponente o pertenece a la organización? No señor, respondió Amalia, soy una turista. ¿Una turista? Perdone, pero eso no puede ser; hace meses que el hotel fue íntegramente reservado por la organización del evento, dijo abarcando con la mirada el amplio hall tapizado de corrillos oscilantes. Amalia frunció el ceño e insistió: ¿Puede usted volver a comprobar mi reserva, por favor? Lo siento señora, le aseguro que no es necesario, ha debido haber algún tipo de error; veamos: ¿realizó la reserva directamente con nuestro hotel o ha utilizado un servicio online? Hice la reserva por internet. No sabe cuánto lo siento señora, en este caso no puedo ayudarla; deberá ponerse en contacto con el operador, dijo el recepcionista con tono compungido. Pero sí, tal vez pueda, añadió, ¿quiere que intente conseguirle una habitación en otro hotel de la ciudad? No gracias, dijo Amalia, es usted muy amable; me las arreglaré.
Y Amalia se giró y, arrastrando tras de sí su sempiterna maleta, atravesó el hall, ganó la puerta del hotel y salió a la noche como la turista que aún era.
(Al igual que Pedro tuvo que negar a Jesús por tres veces antes de que el gallo cantara para cumplir los designios del Salvador, ese mismo número de veces ha tenido Amalia que afirmar su identidad de turista para conservarla: en la estación ante la joven turista, ante el joven que tropezó con su maleta en el hall del hotel y, por tercera vez, ante el recepcionista del hotel). Antes del último tren del día. Antes de que el gallo cante

No hay comentarios: